--Os lo diré después que me hayáis contestado a lo que
voy a deciros. Os envié un hombre fiel para que
os entregara un cartapacio con notas en letra menuda y redactadas con firmeza,
que permiten a Vuestra
Alteza conocer a fondo a cuantas personas componen o compondrán vuestra
corte.
--Leí todas las notas a que os referís.
--¿Atentamente?
--Las sé de memoria.
--¿Las comprendisteis? Y perdonad si os hago la pregunta, que bien puedo
hacérsela al infeliz abando-
nado de la Bastilla. Dentro de ocho días nada tendré que preguntar
a un hombre de tan claro entendimiento
como vos, en el pleno goce de la libertad y del poder.
--Interrogadme pues; me avengo a ser el escolar a quien su sabio maestro le
hace dar la lección señalada.
--Primeramente hablemos de vuestra familia, monseñor.
--¿De mi madre Ana de Austria? ¿de sus amarguras y de su terrible
dolencia? De todo me acuerdo.
--¿Y de vuestro segundo hermano! --repuso Aramis inclinándose.
--Añadisteis a las notas unos retratos trazados por manera tan maravillosa,
tan bien dibujados, tan bien
pintados, que en ellos reconocí a las personas de quienes vuestras notas
designaban el carácter, las costum-
bres y la historia. Mi hermano es un gallardo moreno de pálida tez, que
no ama a su mujer Enriqueta, a
quien yo, Luis XIV, he amado un poco, y aun la amo coquetamente, por más
que me arrancó lágrimas el
día en que quiso despedir a La Valiére.
--Cuidado con exponeros a los ojos de ésta, --dijo Aramis. -- La Valiére
ama de todo corazón al rey ac-
tual, y difícilmente engaña uno los ojos de una mujer que ama.
--Es rubia, y tiene ojos garzos, cuya mirada de ternura me revelará su
identidad. Cojea un poco, y escri-
be diariamente una carta a la que por mi orden contesta Saint-Aignán.
--¿Y a éste lo conocéis?
--Como si lo viera, y sé de memoria los últimos versos que me
ha dirigido, así como los que yo he com-
puesto en contestación a los suyos.
--Muy bien. ¿Y vuestros ministros?
--Colbert, feo y sombrío, pero inteligente; con los cabellos caídos
hasta las cejas, cabeza voluminosa,
pesada y redonda, y por aditamento, enemigo mortal de Fouquet.
--Respecto de Colbert nada tenemos que temer.
--No, porque precisamente me pediréis vos que lo destierre.
--Seréis muy grande, monseñor, --se limitó a decir Aramis,
lleno de admiración.
--Ya veis que sé la lección a las mil maravillas, --añadió
el príncipe, --y con la ayuda de Dios y la
vuestra no padeceré muchas equivocaciones.
--Todavía quedan un par de ojos muy molestos para vos, monseñor.
--Ya, os referís al capitán de mosqueteros, a vuestro amigo D'Artagnan.
--En realidad es amigo mío.
--El que acompañó a La Valiére a Chaillot, el que metió
a Monck en una caja para entregárselo a Carlos
II, el que ha servido tan bien a mi padre, en una palabra, el hombre a quien
le debe tanto la corona de Fran-
cia, que se lo debe todo. ¿Por ventura vais también a pedirme
que destierre a D'Artagnan?
--Nunca, Sire. D'Artagnan es hombre a quien me reservo contárselo todo
llegada la ocasión; pero des-
confiad de él, porque si antes de mi revelación nos descubre,
vos o yo la pagaremos con la libertad o la
vida. Es hombre audaz v resuelto.
--Lo reflexionaré. Bueno, hablemos' ahora de Fouquet. ¿Qué
habéis determinado respecto de él?
--Permitidme que todavía no os hable de él, monseñor, y
perdonadme mi aparente falta de respeto al in-
terrogaros incesantemente.
--Cumplís con vuestro deber al hacerlo, y aun diré que estáis
en vuestro derecho.
--Antes de hablar del señor Fouquet, tendría escrúpulo
de olvidar a otro amigo mío.
--Al señor de Vallón, el Hércules de Francia. Este tiene
asegurada su fortuna.
--No quise referirme a él, monseñor.
--¿Al conde de La Fere, pues?
--Y a su hijo, el hijo de nosotros cuatro.
--¿El doncel que se muere de amor por La Valiére, a quien se la
ha robado por manera tan desleal mi
hermano? Nada temáis, yo haré que la recobre. Decidme, caballero
de Herblay, ¿olvida el hombre las inju-
rias cuando ama? ¿Perdona a la mujer infiel? ¿Encaja esto con
el carácter francés, o es una de las leyes del
corazón humano?
--El hombre que ama como ama Raúl de Bragelonne, acaba por olvidar el
crimen de su amada; lo que no
sé, es si Raúl olvidará.
--Procuraré que así sea. ¿Nada más tenéis
que decirme, referente a vuestro amigo?
--Nada más.
--Ahora hablemos del señor Fouquet. ¿Qué pensáis
vos que quiero hacer de él?
--Dejadlo donde está; que continúe siendo superintendente.
--Conformes; pero hoy es primer ministro.